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Donde se cuenta la novela del «Curioso impertinente»
En Florencia, ciudad rica y famosa
de Italia, en la provincia que llaman Toscana, vivían Anselmo y Lotario, dos caballeros ricos y principales, y tan amigos, que, por
excelencia y antonomasia, de todos los que los conocían «los dos amigos» eran
llamados. Eran solteros, mozos de una misma edad y de unas mismas costumbres,
todo lo cual era bastante causa a que los dos con recíproca amistad se
correspondiesen. Bien es verdad que el Anselmo era algo más inclinado a los
pasatiempos amorosos que el Lotario, al cual llevaban tras sí los de la caza;
pero, cuando se ofrecía, dejaba Anselmo de acudir a sus gustos, por seguir los
de Lotario, y Lotario dejaba los suyos, por acudir a los de Anselmo, y desta manera andaban tan a una sus voluntades, que no había
concertado reloj que así lo anduviese. Andaba Anselmo perdido de amores de
una doncella principal y hermosa de la misma ciudad, hija de tan buenos padres y tan buena ella por sí,
que se determinó, con el parecer de su amigo Lotario, sin el cual ninguna cosa
hacía, de pedilla por esposa a sus padres, y así lo
puso en ejecución; y el que llevó la embajada fue Lotario, y el que concluyó el negocio, tan a gusto de su amigo,
que en breve tiempo se vio puesto en la posesión que deseaba, y Camila tan
contenta de haber alcanzado a Anselmo por esposo, que no cesaba de dar gracias al cielo, y a Lotario, por cuyo
medio tanto bien le había venido. Los primeros días, como todos los de boda
suelen ser alegres, continuó Lotario como solía la casa de su amigo Anselmo,
procurando honralle, festejalle
y regocijalle con todo aquello que a él le fue
posible; pero acabadas las bodas y sosegada ya la frecuencia de las visitas y
parabienes, comenzó Lotario a descuidarse con cuidado de las idas en casa de
Anselmo, por parecerle a él (como es razón que parezca a todos los que fueren
discretos) que no se han de visitar ni continuar las casas de los amigos
casados de la misma manera que cuando eran solteros, porque aunque la buena y
verdadera amistad no puede ni debe de ser sospechosa en nada, con todo esto es tan delicada la honra del casado, que
parece que se puede ofender aun de los mesmos
hermanos, cuanto más de los amigos. Notó Anselmo la remisión de Lotario
y formó dél
quejas grandes, diciéndole que si él supiera que el casarse había de ser parte
para no comunicalle como solía, que jamás lo hubiera
hecho, y que si, por la buena correspondencia que los dos tenían mientras él
fue soltero, habían alcanzado tan dulce nombre como el de ser llamados «los dos amigos», que no permitiese,
por querer hacer del circunspecto , sin otra ocasión alguna, que tan famoso y
tan agradable nombre se perdiese; y que, así, le suplicaba, si era lícito que
tal término de hablar se usase entre ellos, que volviese a ser señor de su casa
y a entrar y salir en ella como de
antes, asegurándole que su esposa Camila no tenía otro gusto ni otra voluntad
que la que él quería que tuviese, y que, por haber sabido ella con cuántas
veras los dos se amaban, estaba confusa de ver en él tanta esquiveza. A todas estas y otras muchas
razones que Anselmo dijo a Lotario para persuadille
volviese como solía a su casa, respondió Lotario con tanta prudencia,
discreción y aviso, que Anselmo quedó satisfecho de la buena intención de su
amigo, y quedaron de concierto que dos días en la semana y las fiestas fuese
Lotario a comer con él; y aunque esto quedó así concertado entre los dos, propuso
Lotario de no hacer más de aquello que viese que más convenía a la honra de su
amigo, cuyo crédito estaba en más que el
suyo proprio. Decía él, y decía bien, que el casado a
quien el cielo había concedido mujer hermosa tanto cuidado había de tener qué
amigos llevaba a su casa como en mirar con qué amigas su mujer conversaba,
porque lo que no se hace ni concierta en las plazas ni en los templos ni en las
fiestas públicas ni estaciones (cosas
que no todas veces las han de negar los maridos a sus mujeres), se concierta y
facilita en casa de la amiga o la parienta de quien más satisfación
se tiene. También decía Lotario que tenían necesidad los casados de tener cada
uno algún amigo que le advirtiese de los descuidos que en su proceder hiciese,
porque suele acontecer que con el mucho amor que el marido a la mujer tiene o
no le advierte o no le dice, por no enojalla, que
haga o deje de hacer algunas cosas que el hacellas o
no le sería de honra o de vituperio, de lo cual siendo del amigo advertido,
fácilmente pondría remedio en todo. Pero ¿dónde se hallará amigo tan discreto y
tan leal y verdadero como aquí Lotario le pide? No lo sé yo, por cierto. Solo Lotario
era este, que con toda solicitud y advertimiento miraba por la honra de su
amigo y procuraba dezmar, frisar y acortar los días del concierto del ir a su
casa, porque no pareciese mal al vulgo
ocioso y a los ojos vagabundos y maliciosos la entrada de un mozo rico,
gentilhombre y bien nacido, y de las buenas partes que él pensaba que tenía, en la casa de una mujer tan hermosa
como Camila; que puesto que su bondad y valor podía poner freno a toda
maldiciente lengua, todavía no quería poner en duda su crédito ni el de su
amigo, y por esto los más de los días del concierto los ocupaba y entretenía en otras cosas que él daba a entender ser inexcusables. Así
que en quejas del uno y disculpas del otro se pasaban muchos ratos y partes del
día. Sucedió, pues, que uno que los dos
se andaban paseando por un prado fuera de la ciudad, Anselmo dijo a Lotario las
semejantes razones: —Pensabas, amigo Lotario, que a las
mercedes que Dios me ha hecho en hacerme hijo de tales padres como fueron los
míos y al darme no con mano escasa los
bienes, así los que llaman de naturaleza como los de fortuna, no puedo yo
corresponder con agradecimiento que llegue al bien recebido
y sobre al que me hizo en darme a ti por
amigo y a Camila por mujer propria, dos prendas que
las estimo, si no en el grado que debo, sí en el que puedo. Pues con todas estas partes, que suelen ser el todo con que
los hombres suelen y pueden vivir contentos, vivo yo el más despechado y el más
desabrido hombre de todo el universo mundo, porque no sé qué días a esta parte me fatiga y aprieta un deseo
tan estraño y tan fuera del uso común de otros, que
yo me maravillo de mí mismo, y me culpo y me riño a solas, y procuro callarlo y
encubrillo de
mis proprios pensamientos, y así me ha sido posible
salir con este secreto como si de
industria procurara decillo a todo el mundo. Y pues
que en efeto él ha de salir a plaza, quiero que sea
en la del archivo de tu secreto, confiado que con él y con la diligencia que pondrás, como mi amigo
verdadero, en remediarme, yo me veré presto libre de la angustia que me causa,
y llegará mi alegría por tu solicitud al
grado que ha llegado mi descontento por mi locura. Suspenso tenían a Lotario las
razones de Anselmo, y no sabía en qué había de parar tan larga prevención o
preámbulo, y aunque iba revolviendo en su imaginación qué deseo podría ser
aquel que a su amigo tanto fatigaba, dio siempre muy lejos del blanco de la
verdad; y por salir presto de la agonía que le causaba aquella suspensión, le
dijo que hacía notorio agravio a su mucha amistad en andar buscando rodeos para
decirle sus más encubiertos pensamientos, pues tenía cierto que se podía
prometer dél o ya consuelo para entretenellos
o ya remedio para cumplillos. —Así es la verdad —respondió
Anselmo—, y con esa confianza te hago saber, amigo Lotario, que el deseo que me
fatiga es pensar si Camila, mi esposa, es tan buena y tan perfeta
como yo pienso, y no puedo enterarme en esta verdad si no es probándola de manera que la prueba
manifieste los quilates de su bondad, como el fuego muestra los del oro. Porque
yo tengo para mí, ¡oh amigo!, que no es una mujer más
buena de cuanto es o no es solicitada, y que aquella sola es fuerte que no se
dobla a las promesas, a las dádivas, a las lágrimas y a las continuas
importunidades de los solícitos amantes. Porque ¿qué hay que agradecer —decía
él— que una mujer sea buena si nadie le dice que sea mala? ¿Qué mucho que esté
recogida y temerosa la que no le dan ocasión para que se suelte, y la que sabe
que tiene marido que en cogiéndola en la primera desenvoltura la ha de quitar
la vida ? Ansí que la que es
buena por temor o por falta de lugar, yo no la quiero tener en aquella estima
en que tendré a la solicitada y perseguida que salió con la corona del
vencimiento. De modo que por estas razones, y por otras muchas que te pudiera
decir para acreditar y fortalecer la opinión que tengo, deseo que Camila, mi
esposa, pase por estas dificultades y se acrisole y quilate en el fuego de
verse requerida y solicitada, y de quien tenga valor para poner en ella sus
deseos; y si ella sale, como creo que saldrá, con la palma desta
batalla, tendré yo por sin igual mi ventura: podré yo decir que está colmo el
vaso de mis deseos, diré que me cupo en
suerte la mujer fuerte, de quien el Sabio dice que «¿quién la hallará?». Y
cuando esto suceda al revés de lo que pienso, con el gusto de ver que acerté en
mi opinión llevaré sin pena la que de razón podrá causarme mi tan costosa
experiencia. Y prosupuesto que ninguna cosa de cuantas me dijeres en contra de
mi deseo ha de ser de algún provecho para dejar de ponerle por la obra, quiero,
¡oh amigo Lotario!, que te dispongas a ser el
instrumento que labre aquesta obra de mi gusto, que
yo te daré lugar para que lo hagas, sin faltarte todo aquello que yo viere ser
necesario para solicitar a una mujer honesta, honrada, recogida y
desinteresada. Y muéveme, entre otras cosas, a fiar de ti esta tan ardua
empresa el ver que si de ti es vencida Camila, no ha de llegar el vencimiento a
todo trance y rigor, sino a solo a tener por hecho lo que se ha de hacer, por buen respeto, y, así, no quedaré
yo ofendido más de con el deseo, y mi injuria quedará escondida en la virtud de
tu silencio, que bien sé que en lo que me tocare ha de ser eterno como el de la
muerte. Así que si quieres que yo tenga vida que pueda decir que lo es, desde
luego has de entrar en esta amorosa batalla, no tibia ni perezosamente, sino
con el ahínco y diligencia que mi deseo pide y con la confianza que nuestra
amistad me asegura. Estas fueron las razones que
Anselmo dijo a Lotario, a todas las cuales estuvo tan atento, que, si no fueron
las que quedan escritas que le dijo, no desplegó sus labios hasta que hubo
acabado; y viendo que no decía más, después que le estuvo mirando un buen
espacio, como si mirara otra cosa que jamás hubiera visto, que le causara
admiración y espanto, le dijo: —No me puedo persuadir, ¡oh amigo Anselmo!, a que no sean burlas las cosas que me has
dicho, que, a pensar que de veras las decías, no consintiera que tan adelante
pasaras, porque con no escucharte previniera tu larga arenga. Sin duda imagino
o que no me conoces o que yo no te conozco. Pero no, que bien sé que eres Anselmo y tú sabes que yo soy
Lotario: el daño está en que yo pienso que no eres el Anselmo que solías y tú
debes de haber pensado que tampoco yo soy el Lotario que debía ser, porque las
cosas que me has dicho, ni son de aquel Anselmo mi amigo, ni las que me pides se
han de pedir a aquel Lotario que tú conoces, porque los buenos amigos han de
probar a sus amigos y valerse dellos, como dijo un
poeta, «usque ad aras», que quiso decir que no se
habían de valer de su amistad en cosas que fuesen contra Dios. Pues si esto
sintió un gentil de la amistad, ¿cuánto mejor es que lo sienta el cristiano,
que sabe que por ninguna humana ha de perder la amistad divina? Y cuando el
amigo tirase tanto la barra, que pusiese aparte los respetos del cielo por
acudir a los de su amigo, no ha de ser por cosas ligeras y de poco momento,
sino por aquellas en que vaya la honra y la vida de su amigo. Pues dime tú
ahora, Anselmo: ¿cuál destas dos cosas tienes en
peligro, para que yo me aventure a complacerte y a hacer una cosa tan detestable
como me pides? Ninguna, por cierto, antes me pides, según yo entiendo, que
procure y solicite quitarte la honra y la vida, y quitármela a mí juntamente,
porque si yo he de procurar quitarte la honra, claro está que te quito la vida,
pues el hombre sin honra peor es que un muerto; y siendo yo el instrumento,
como tú quieres que lo sea, de tanto mal tuyo, ¿no vengo a quedar deshonrado y, por el mesmo consiguiente, sin vida? Escucha, amigo Anselmo, y ten
paciencia de no responderme hasta que acabe de decirte lo que se me ofreciere
acerca de lo que te ha pedido tu deseo, que tiempo quedará para que tú me
repliques y yo te escuche. —Que me place —dijo Anselmo—, di lo
que quisieres. Y Lotario prosiguió diciendo: —Paréceme,
¡oh Anselmo!, que tienes tú ahora el ingenio como el
que siempre tienen los moros, a los cuales no se les puede dar a entender el
error de su secta con las acotaciones de la Santa Escritura, ni con razones que
consistan en especulación del entendimiento, ni que vayan fundadas en artículos
de fe, sino que les han de traer ejemplos palpables, fáciles, intelegibles, demonstrativos,
indubitables, con demostraciones matemáticas que no se pueden negar, como
cuando dicen: «Si de dos partes iguales quitamos partes iguales, las que quedan
también son iguales»; y cuando esto no entiendan de palabra, como en efeto no lo entienden, háseles de
mostrar con las manos y ponérselo delante de los ojos, y aun con todo esto no
basta nadie con ellos a persuadirles las verdades de nuestra sacra religión. Y este mesmo
término y modo me convendrá usar contigo, porque el deseo que en ti ha nacido
va tan descaminado y tan fuera de todo aquello que tenga sombra de razonable,
que me parece que ha de ser tiempo gastado el que ocupare en darte a entender tu
simplicidad —que por ahora no le quiero dar otro nombre—, y aun estoy por
dejarte en tu desatino, en pena de tu mal deseo; mas no me deja usar deste rigor la amistad que te tengo, la cual no consiente
que te deje puesto en tan manifiesto peligro de perderte. Y porque claro lo
veas, dime, Anselmo: ¿tú no me has dicho que tengo de solicitar a una retirada,
persuadir a una honesta, ofrecer a una desinteresada, servir a una prudente? Sí
que me lo has dicho. Pues si tú sabes que tienes mujer retirada, honesta,
desinteresada y prudente, ¿qué buscas? Y si piensas que de todos mis asaltos ha
de salir vencedora, como saldrá sin duda, ¿qué mejores títulos piensas darle
después que los que ahora tiene, o qué será más después de lo que es ahora? O
es que tú no la tienes por la que dices, o tú no sabes lo que pides. Si no la
tienes por lo que dices, ¿para qué
quieres probarla, sino, como a mala, hacer della lo
que más te viniere en gusto? Mas si es tan buena como crees, impertinente cosa
será hacer experiencia de la mesma verdad, pues
después de hecha se ha de quedar con la estimación que primero tenía. Así que
es razón concluyente que el intentar las cosas de las cuales antes nos puede
suceder daño que provecho es de juicios sin discurso y temerarios, y más cuando
quieren intentar aquellas a que no son forzados ni compelidos y que de muy
lejos traen descubierto que el intentarlas es manifiesta locura. Las cosas
dificultosas se intentan por Dios o por el mundo o por entrambos a dos: las que
se acometen por Dios son las que acometieron los santos, acometiendo a vivir
vida de ángeles en cuerpos humanos; las que se acometen por respeto del mundo
son las de aquellos que pasan tanta infinidad de agua, tanta diversidad de climas,
tanta estrañeza de gentes, por adquirir estos que
llaman bienes de fortuna; y las que se intentan por Dios y por el mundo
juntamente son aquellas de los valerosos soldados, que apenas veen en el contrario muro abierto tanto espacio cuanto es
el que pudo hacer una redonda bala de artillería, cuando, puesto aparte todo
temor, sin hacer discurso ni advertir al manifiesto peligro que les amenaza,
llevados en vuelo de las alas del deseo de volver por su fe, por su nación y
por su rey, se arrojan intrépidamente por la mitad de mil contrapuestas muertes
que los esperan. Estas cosas son las que suelen intentarse, y es honra, gloria
y provecho intentarlas, aunque tan llenas de inconvenientes y peligros; pero la
que tú dices que quieres intentar y poner por obra, ni te ha de alcanzar gloria
de Dios, bienes de la fortuna, ni fama con los hombres, porque, puesto que
salgas con ella como deseas, no has de quedar ni más ufano, ni más rico, ni más
honrado que estás ahora; y si no sales, te has de ver en la mayor miseria que
imaginarse pueda, porque no te ha de aprovechar pensar entonces que no sabe
nadie la desgracia que te ha sucedido, porque bastará para afligirte y
deshacerte que la sepas tú mesmo. Y para confirmación
desta verdad, te quiero decir una estancia que hizo
el famoso poeta Luis Tansilo, en el fin de su primera
parte de Las lágrimas de San Pedro, que dice así: Crece el dolor y crece la vergüenza en Pedro, cuando el día se ha
mostrado, y aunque allí no ve a nadie, se
avergüenza de sí mesmo,
por ver que había pecado: que a un magnánimo pecho a haber vergüenza no solo ha de moverle el ser mirado, que de sí se avergüenza cuando yerra, si bien otro no vee
que cielo y tierra. Así que no escusarás
con el secreto tu dolor, antes tendrás que llorar contino,
si no lágrimas de los ojos, lágrimas de sangre del corazón, como las lloraba
aquel simple doctor que nuestro poeta nos cuenta que hizo la prueba del vaso,
que con mejor discurso se escusó de hacerla el
prudente Reinaldos; que puesto que aquello sea
ficción poética, tiene en sí encerrados secretos morales dignos de ser
advertidos y entendidos e imitados. Cuanto más que con lo que ahora pienso
decirte acabarás de venir en conocimiento del grande error que quieres cometer.
Dime, Anselmo, si el cielo o la suerte buena te hubiera hecho señor y legítimo
posesor de un finísimo diamante, de cuya bondad y quilates estuviesen
satisfechos cuantos lapidarios le viesen, y que todos a una voz y de común parecer dijesen que llegaba en quilates, bondad y
fineza a cuanto se podía estender la naturaleza de
tal piedra, y tú mesmo lo creyeses así, sin saber
otra cosa en contrario, ¿sería justo que te viniese en deseo de tomar aquel
diamante y ponerle entre una yunque y un
martillo, y allí, a pura fuerza de golpes y brazos, probar si es tan duro y tan
fino como dicen ? Y más, si lo pusieses por obra; que, puesto caso que la
piedra hiciese resistencia a tan necia prueba, no por eso se le añadiría más
valor ni más fama, y si se rompiese, cosa que podría ser, ¿no se perdía todo? Sí, por cierto, dejando a su dueño en
estimación de que todos le tengan por simple. Pues haz cuenta, Anselmo amigo,
que Camila es finísimo diamante, así en tu estimación como en la ajena, y que
no es razón ponerla en contingencia de que se quiebre, pues aunque se quede con
su entereza no puede subir a más valor del que ahora tiene; y si faltase y no
resistiese, considera desde ahora cuál quedarías sin ella y con cuánta razón te podrías quejar
de ti mesmo, por haber sido causa de su perdición y
la tuya. Mira que no hay joya en el mundo que tanto valga como la mujer casta y
honrada, y que todo el honor de las mujeres consiste en la opinión buena que dellas se tiene; y pues la de tu esposa es tal que llega al
estremo de bondad que sabes, ¿para qué quieres poner
esta verdad en duda? Mira, amigo, que la mujer es animal imperfecto, y que no
se le han de poner embarazos donde tropiece y caiga, sino quitárselos y despejalle el camino de cualquier inconveniente, para que
sin pesadumbre corra ligera a alcanzar la perfeción
que le falta, que consiste en el ser virtuosa. Cuentan los naturales que el arminio es un animalejo que tiene una piel blanquísima, y
que cuando quieren cazarle los cazadores, usan deste
artificio: que, sabiendo las partes por donde suele pasar y acudir, las atajan
con lodo, y después, ojeándole, le encaminan hacia aquel lugar, y así como el arminio llega al lodo se está quedo y se deja prender y
cautivar, a trueco de no pasar por el cieno y perder y ensuciar su blancura,
que la estima en más que la libertad y la vida. La honesta y casta mujer es arminio, y es más que nieve blanca y limpia la virtud de la
honestidad; y el que quisiere que no la pierda, antes la guarde y conserve, ha
de usar de otro estilo diferente que con el arminio
se tiene, porque no le han de poner delante el cieno de los regalos y servicios
de los importunos amantes, porque quizá, y aun sin quizá, no tiene tanta virtud
y fuerza natural que pueda por sí mesma atropellar y
pasar por aquellos embarazos, y es necesario quitárselos y ponerle delante la
limpieza de la virtud y la belleza que encierra en sí la buena fama. Es asimesmo la buena mujer como espejo de cristal luciente y claro, pero está sujeto a empañarse
y escurecerse con cualquiera aliento que le toque. Hase
de usar con la honesta mujer el estilo que con las reliquias: adorarlas y no
tocarlas. Hase de guardar y estimar la mujer buena
como se guarda y estima un hermoso jardín que está lleno de flores y rosas,
cuyo dueño no consiente que nadie le pasee ni manosee: basta que desde lejos y por entre
las verjas de hierro gocen de su fragrancia y hermosura. Finalmente, quiero decirte unos
versos que se me han venido a la memoria, que los oí en una comedia moderna,
que me parece que hacen al propósito de lo que vamos tratando. Aconsejaba un
prudente viejo a otro, padre de una doncella, que la recogiese, guardase y
encerrase, y entre otras razones le dijo estas: Es de vidrio la mujer, pero no se ha de probar si se puede o no quebrar, porque todo podría ser. Y es más fácil el quebrarse, y no es cordura ponerse a peligro de romperse lo que no puede soldarse. Y en esta opinión estén todos, y en razón la fundo: que si hay Dánaes
en el mundo, hay pluvias
de oro también. Cuanto hasta aquí te he dicho, ¡oh Anselmo!, ha sido por lo que a ti te toca, y ahora es
bien que se oiga algo de lo que a mí me conviene, y si fuere largo, perdóname,
que todo lo requiere el laberinto donde te has entrado
y de donde quieres que yo te saque. Tú me tienes por amigo y quieres quitarme
la honra, cosa que es contra toda amistad; y aun no solo pretendes esto, sino
que procuras que yo te la quite a ti.
Que me la quieres quitar a mí está claro, pues cuando Camila vea que yo la
solicito, como me pides, cierto está que me ha de tener por hombre sin honra y
malmirado, pues intento y hago una cosa tan fuera de aquello que el ser quien
soy y tu amistad me obliga. De que quieres que te la quite a ti no hay duda,
porque viendo Camila que yo la solicito ha de pensar que yo he visto en ella
alguna liviandad que me dio atrevimiento a descubrirle mi mal deseo, y
teniéndose por deshonrada te toca a ti, como a cosa suya, su mesma deshonra. Y de aquí nace lo que comúnmente se platica:
que el marido de la mujer adúltera, puesto que él no lo sepa, ni haya dado
ocasión para que su mujer no sea la que debe, ni haya sido en su mano ni en su
descuido y poco recato estorbar su desgracia, con todo le llaman y le nombran
con nombre de vituperio y bajo, y en cierta manera le miran los que la maldad
de su mujer saben con ojos de menosprecio, en cambio de mirarle con los de
lástima, viendo que no por su culpa, sino por el gusto de su mala compañera
está en aquella desventura. Pero quiérote decir la
causa por que con justa razón es deshonrado el marido de la mujer mala, aunque
él no sepa que lo es, ni tenga culpa, ni haya sido parte, ni dado ocasión para
que ella lo sea. Y no te canses de oírme, que todo ha de redundar en tu
provecho. Cuando Dios crió a nuestro primero padre en el Paraíso terrenal, dice
la divina Escritura que infundió Dios sueño en Adán y que, estando durmiendo,
le sacó una costilla del lado siniestro, de la cual formó a nuestra madre Eva;
y así como Adán despertó y la miró, dijo: «Esta es carne de mi carne y hueso de
mis huesos»; y Dios dijo: «Por esta dejará el hombre a su padre y madre, y serán dos en
una carne misma». Y entonces fue instituido el divino sacramento del
matrimonio, con tales lazos, que sola la muerte puede desatarlos. Y tiene tanta
fuerza y virtud este milagroso sacramento, que hace que dos diferentes personas
sean una mesma carne, y aún hace más en los buenos
casados: que, aunque tienen dos almas, no tienen más de una voluntad. Y de aquí
viene que, como la carne de la esposa sea una mesma
con la del esposo, las manchas que en ella caen o los defectos que se procura redundan en la carne del marido, aunque él no
haya dado, como queda dicho, ocasión para aquel daño. Porque así como el dolor
del pie o de cualquier miembro del cuerpo humano le siente todo el cuerpo, por
ser todo de una carne mesma, y la cabeza siente el
daño del tobillo, sin que ella se le haya causado, así el marido es participante
de la deshonra de la mujer, por ser una mesma cosa
con ella; y como las honras y deshonras del mundo sean todas y nazcan de carne
y sangre, y las de la mujer mala sean deste género,
es forzoso que al marido le quepa parte dellas y sea
tenido por deshonrado sin que él lo sepa. Mira, pues, ¡oh
Anselmo!, al peligro que te pones en querer turbar el sosiego en que tu buena
esposa vive; mira por cuán vana e impertinente curiosidad quieres revolver los
humores que ahora están sosegados en el pecho de tu casta esposa; advierte que
lo que aventuras a ganar es poco y que lo que perderás será tanto, que lo
dejaré en su punto, porque me faltan palabras para encarecerlo. Pero si todo
cuanto he dicho no basta a moverte de tu mal propósito, bien puedes buscar otro
instrumento de tu deshonra y desventura, que yo no pienso serlo aunque por ello
pierda tu amistad, que es la mayor pérdida que imaginar puedo. Calló en diciendo esto el virtuoso
y prudente Lotario, y Anselmo quedó tan confuso y pensativo, que por un buen
espacio no le pudo responder palabra; pero, en fin, le dijo: —Con la atención que has visto he
escuchado, Lotario amigo, cuanto has querido decirme, y en tus razones,
ejemplos y comparaciones he visto la mucha discreción que tienes y el estremo de la verdadera amistad que alcanzas, y ansimesmo veo y confieso que si no sigo tu parecer y me voy
tras el mío, voy huyendo del bien y corriendo tras el mal. Prosupuesto esto,
has de considerar que yo padezco ahora la enfermedad que suelen tener algunas
mujeres que se les antoja comer tierra, yeso, carbón y otras cosas peores, aun
asquerosas para mirarse, cuanto más para comerse. Así que es menester usar de
algún artificio para que yo sane, y esto se podía hacer con facilidad solo con
que comiences, aunque tibia y fingidamente, a solicitar a Camila, la cual no ha
de ser tan tierna que a los primeros encuentros dé con su honestidad por
tierra; y con solo este principio quedaré contento y tú habrás cumplido con lo
que debes a nuestra amistad, no solamente dándome la vida, sino persuadiéndome
de no verme sin honra. Y estás obligado a hacer esto por una razón sola, y es
que estando yo, como estoy, determinado de poner en plática esta prueba, no has
tú de consentir que yo dé cuenta de mi desatino a otra persona, con que pondría
en aventura el honor que tú procuras que no pierda; y cuando el tuyo no esté en
el punto que debe en la intención de Camila en tanto que la solicitares,
importa poco o nada, pues con brevedad, viendo en ella la entereza que esperamos, le podrás decir la
pura verdad de nuestro artificio, con que volverá tu crédito al ser primero. Y
pues tan poco aventuras y tanto contento me puedes dar aventurándote, no lo
dejes de hacer, aunque más inconvenientes se te pongan delante, pues, como ya
he dicho, con solo que comiences daré por concluida la causa. Viendo Lotario la resoluta voluntad
de Anselmo y no sabiendo qué más ejemplos traerle ni qué más razones mostrarle
para que no la siguiese, y viendo que le amenazaba que daría a otro cuenta de
su mal deseo, por evitar mayor mal determinó de contentarle y hacer lo que le
pedía, con propósito e intención de guiar aquel negocio de modo que sin alterar
los pensamientos de Camila quedase Anselmo satisfecho; y, así, le respondió que
no comunicase su pensamiento con otro alguno, que él tomaba a su cargo aquella
empresa, la cual comenzaría cuando a él le diese más gusto. Abrazóle
Anselmo tierna y amorosamente, y agradecióle su
ofrecimiento como si alguna grande merced le hubiera hecho, y quedaron de
acuerdo entre los dos que desde otro día siguiente se comenzase la obra, que él
le daría lugar y tiempo como a sus solas pudiese hablar a Camila, y asimesmo le daría dineros y joyas que darla y que
ofrecerla. Aconsejóle que le diese músicas, que
escribiese versos en su alabanza, y que, cuando él no quisiese tomar trabajo de
hacerlos, él mesmo los haría. A todo se ofreció
Lotario, bien con diferente intención que Anselmo pensaba. Y con este acuerdo se volvieron a
casa de Anselmo, donde hallaron a Camila con ansia y cuidado esperando a su
esposo, porque aquel día tardaba en venir más de lo acostumbrado. Fuese Lotario a su casa, y Anselmo
quedó en la suya tan contento como Lotario fue pensativo, no sabiendo qué traza
dar para salir bien de aquel impertinente negocio. Pero aquella noche pensó el
modo que tendría para engañar a Anselmo sin ofender a Camila, y otro día vino a
comer con su amigo, y fue bien recebido de Camila, la cual le recebía
y regalaba con mucha voluntad, por entender la buena que su esposo le tenía. Acabaron de comer, levantaron los
manteles y Anselmo dijo a Lotario que se quedase allí con Camila en tanto que
él iba a un negocio forzoso, que dentro de hora y media volvería. Rogóle Camila que no se fuese, y Lotario se ofreció a
hacerle compañía, mas nada aprovechó con Anselmo,
antes importunó a Lotario que se quedase y le aguardase, porque tenía que
tratar con él una cosa de mucha importancia. Dijo también a Camila que no
dejase solo a Lotario en tanto que él volviese. En efeto,
él supo tan bien fingir la necesidad o necedad de su ausencia, que nadie
pudiera entender que era fingida. Fuese Anselmo, y quedaron solos a la mesa
Camila y Lotario, porque la demás gente de casa toda se había ido a comer. Viose Lotario puesto en la estacada que su amigo deseaba, y
con el enemigo delante, que pudiera vencer con sola su hermosura a un escuadrón
de caballeros armados: mirad si era razón que le temiera Lotario. Pero lo que hizo fue poner el codo
sobre el brazo de la silla y la mano abierta en la mejilla, y, pidiendo perdón
a Camila del mal comedimiento, dijo que quería reposar un poco en tanto que
Anselmo volvía. Camila le respondió que mejor reposaría en el estrado que en la
silla, y, así, le rogó se entrase a dormir en él. No quiso Lotario, y allí se
quedó dormido hasta que volvió Anselmo, el cual, como halló a Camila en su
aposento y a Lotario durmiendo, creyó que, como se había tardado tanto, ya
habrían tenido los dos lugar para hablar, y aun para dormir, y no vio la hora
en que Lotario despertase, para volverse con él fuera y preguntarle de su
ventura. Todo le sucedió como él quiso:
Lotario despertó, y luego salieron los dos de casa, y, así, le preguntó lo que
deseaba, y le respondió Lotario que no le había parecido ser bien que la
primera vez se descubriese del todo y, así, no había hecho otra cosa que alabar
a Camila de hermosa, diciéndole que en toda la ciudad no se trataba de otra
cosa que de su hermosura y discreción, y que este le había parecido buen
principio para entrar ganando la voluntad y disponiéndola a que otra vez le
escuchase con gusto, usando en esto del artificio que el demonio usa cuando
quiere engañar a alguno que está puesto en atalaya de mirar por sí: que se
transforma en ángel de luz, siéndolo él de tinieblas, y, poniéndole delante
apariencias buenas, al cabo descubre quién es y sale con su intención, si a los
principios no es descubierto su engaño. Todo esto le contentó mucho a Anselmo,
y dijo que cada día daría el mesmo lugar, aunque no
saliese de casa, porque en ella se ocuparía en cosas que Camila no pudiese
venir en conocimiento de su artificio. Sucedió, pues, que se pasaron
muchos días que, sin decir Lotario palabra a Camila, respondía a Anselmo que la
hablaba y jamás podía sacar della una pequeña muestra
de venir en ninguna cosa que mala fuese, ni aun dar una señal de sombra de
esperanza, antes decía que le amenazaba que si de aquel mal pensamiento no se
quitaba, que lo había de decir a su
esposo. —Bien está —dijo Anselmo—. Hasta
aquí ha resistido Camila a las palabras; es menester ver cómo resiste a las
obras. Yo os daré mañana dos mil escudos
de oro para que se los ofrezcáis, y aun se los deis, y otros tantos para que
compréis joyas con que cebarla; que las mujeres suelen ser aficionadas, y más
si son hermosas, por más castas que sean, a esto de traerse bien y andar
galanas, y si ella resiste a esta tentación, yo quedaré satisfecho y no os daré
más pesadumbre. Lotario respondió que ya que había
comenzado, que él llevaría hasta el fin aquella empresa, puesto que entendía
salir della cansado y vencido. Otro día recibió los cuatro
mil escudos, y con ellos cuatro mil confusiones, porque no sabía qué decirse
para mentir de nuevo; pero, en efeto, determinó de
decirle que Camila estaba tan entera a las dádivas y promesas como a las
palabras, y que no había para qué cansarse más, porque todo el tiempo se
gastaba en balde. Pero la suerte, que las cosas
guiaba de otra manera, ordenó que, habiendo dejado Anselmo solos a Lotario y a
Camila, como otras veces solía, él se encerró en un aposento y por los agujeros
de la cerradura estuvo mirando y escuchando lo que los dos trataban, y vio que
en más de media hora Lotario no habló palabra a Camila, ni se la hablara si
allí estuviera un siglo, y cayó en la cuenta de que cuanto su amigo le había
dicho de las respuestas de Camila todo era ficción y mentira. Y para ver si
esto era ansí, salió del aposento y, llamando a
Lotario aparte, le preguntó qué nuevas había y de qué temple estaba Camila.
Lotario le respondió que no pensaba más darle puntada en aquel negocio, porque
respondía tan áspera y desabridamente, que no tendría ánimo para volver a
decirle cosa alguna. —¡Ah —dijo Anselmo—, Lotario,
Lotario, y cuán mal correspondes a lo que me debes y a lo mucho que de ti
confío! Ahora te he estado mirando por el lugar que concede la entrada desta llave, y he visto que no has dicho palabra a Camila,
por donde me doy a entender que aun las primeras le tienes por decir; y si esto
es así, como sin duda lo es, ¿para qué me engañas o por qué quieres quitarme
con tu industria los medios que yo podría hallar para conseguir mi deseo? No dijo más Anselmo, pero bastó lo
que había dicho para dejar corrido y confuso a Lotario, el cual, casi como
tomando por punto de honra el haber sido hallado en mentira, juró a Anselmo que
desde aquel momento tomaba tan a su cargo el contentalle
y no mentille cual lo vería si con curiosidad lo
espiaba, cuanto más que no sería menester usar de ninguna diligencia, porque la
que él pensaba poner en satisfacelle le quitaría de
toda sospecha. Creyóle Anselmo, y para dalle
comodidad más segura y menos sobresaltada, determinó de hacer ausencia de su
casa por ocho días, yéndose a la de un amigo suyo, que estaba en una aldea, no
lejos de la ciudad, con el cual amigo concertó que le enviase a llamar con
muchas veras, para tener ocasión con Camila de su partida. ¡Desdichado y mal advertido de ti,
Anselmo! ¿Qué es lo que haces? ¿Qué es lo que trazas? ¿Qué es lo que ordenas?
Mira que haces contra ti mismo, trazando tu deshonra y ordenando tu perdición.
Buena es tu esposa Camila; quieta y sosegadamente la posees; nadie sobresalta
tu gusto; sus pensamientos no salen de las paredes de su casa; tú eres su cielo
en la tierra, el blanco de sus deseos, el cumplimiento de sus gustos y la
medida por donde mide su voluntad, ajustándola en todo con la tuya y con la del
cielo. Pues si la mina de su honor, hermosura, honestidad y recogimiento te da
sin ningún trabajo toda la riqueza que tiene y tú puedes desear, ¿para qué
quieres ahondar la tierra y buscar nuevas vetas de nuevo y nunca visto tesoro,
poniéndote a peligro que toda venga abajo, pues en fin se sustenta sobre los
débiles arrimos de su flaca naturaleza? Mira que el que busca lo imposible, es justo que lo posible se
le niegue, como lo dijo mejor un poeta, diciendo: Busco en la muerte la vida, salud en la enfermedad, en la prisión libertad, en lo cerrado salida y en el traidor lealtad. Pero mi suerte, de quien jamás espero algún bien, con el cielo ha estatuido que, pues lo imposible pido, lo posible aun no me den. Fuese otro día Anselmo a la aldea,
dejando dicho a Camila que el tiempo que él estuviese ausente vendría Lotario a
mirar por su casa y a comer con ella, que tuviese cuidado de tratalle como a su mesma persona.
Afligióse Camila, como mujer discreta y honrada, de
la orden que su marido le dejaba, y díjole que
advirtiese que no estaba bien que nadie, él ausente, ocupase la silla de su
mesa, y que si lo hacía por no tener confianza que ella sabría gobernar su
casa, que probase por aquella vez y vería por experiencia como para mayores
cuidados era bastante. Anselmo le replicó que aquel era su gusto, y que no
tenía más que hacer que bajar la cabeza y obedecelle.
Camila dijo que ansí lo haría, aunque contra su
voluntad. Partióse Anselmo, y otro día vino a su casa
Lotario, donde fue rescebido de Camila con amoroso y
honesto acogimiento, la cual jamás se puso en parte donde Lotario la viese a
solas, porque siempre andaba rodeada de sus criados y criadas, especialmente de
una doncella suya llamada Leonela, a quien ella mucho
quería, por haberse criado desde niñas las dos juntas en casa de los padres de
Camila, y cuando se casó con Anselmo la trujo consigo. En los tres días
primeros, nunca Lotario le dijo nada, aunque pudiera, cuando se levantaban los
manteles y la gente se iba a comer con mucha priesa,
porque así se lo tenía mandado Camila, y aun tenía orden Leonela
que comiese primero que Camila y que de su lado jamás se quitase; mas ella, que
en otras cosas de su gusto tenía puesto el pensamiento y había menester
aquellas horas y aquel lugar para ocuparle en sus contentos, no cumplía todas
veces el mandamiento de su señora, antes los dejaba solos, como si aquello le
hubieran mandado. Mas la honesta presencia de Camila, la gravedad de su rostro,
la compostura de su persona era tanta, que ponía freno a la lengua de Lotario. Pero el provecho que las muchas
virtudes de Camila hicieron, poniendo silencio en la lengua de Lotario, redundó
más en daño de los dos, porque si la lengua callaba, el pensamiento discurría y
tenía lugar de contemplar parte por
parte todos los estremos de bondad y de hermosura que
Camila tenía, bastantes a enamorar una estatua de mármol, no que un corazón de carne. Mirábala Lotario en el lugar y espacio que
había de hablarla, y consideraba cuán digna era de ser amada, y esta
consideración comenzó poco a poco a dar asaltos a los respectos que a Anselmo tenía, y mil
veces quiso ausentarse de la ciudad y irse donde jamás Anselmo le viese a él ni
él viese a Camila; mas ya le hacía impedimento y detenía el gusto que hallaba
en mirarla. Hacíase fuerza y peleaba consigo mismo
por desechar y no sentir el contento que le llevaba a mirar a Camila; culpábase a solas de su desatino; llamábase
mal amigo, y aun mal cristiano; hacía discursos y comparaciones entre él y
Anselmo, y todos paraban en decir que más había sido la locura y confianza de
Anselmo que su poca fidelidad, y que si así tuviera disculpa para con Dios como
para con los hombres de lo que pensaba hacer, que no temiera pena por su culpa. En efecto, la hermosura y la bondad
de Camila, juntamente con la ocasión que el ignorante marido le había puesto en
las manos, dieron con la lealtad de Lotario en tierra; y sin mirar a otra cosa
que aquella a que su gusto le inclinaba, al cabo de tres días de la ausencia de
Anselmo, en los cuales estuvo en continua batalla por resistir a sus deseos,
comenzó a requebrar a Camila, con tanta turbación y con tan amorosas razones,
que Camila quedó suspensa y no hizo otra cosa que levantarse de donde estaba y
entrarse en su aposento sin respondelle palabra
alguna. Mas no por esta sequedad se desmayó en Lotario la esperanza, que
siempre nace juntamente con el amor, antes tuvo en más a Camila. La cual,
habiendo visto en Lotario lo que jamás pensara, no sabía qué hacerse, y,
pareciéndole no ser cosa segura ni bien hecha darle ocasión ni lugar a que otra
vez la hablase, determinó de enviar aquella mesma
noche, como lo hizo, a un criado suyo con un billete a Anselmo, donde le
escribió estas razones: |