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Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballeroY, así, fatigado deste pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena; la cual
acabada, llamó al ventero y, encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de
rodillas ante él, diciéndole: —No me levantaré jamás de donde
estoy, valeroso caballero, fasta que la vuestra cortesía me otorgue un don que
pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género
humano. El ventero, que vio a su huésped a
sus pies y oyó semejantes razones,
estaba confuso mirándole, sin saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba con él
que se levantase, y jamás quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba
el don que le pedía. —No esperaba yo menos de la gran
magnificencia vuestra, señor mío —respondió don Quijote—, y así os digo que el
don que os he pedido y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado es que mañana
en aquel día me habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla deste vuestro castillo velaré las armas, y mañana, como
tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder como se debe ir por
todas las cuatro partes del mundo
buscando las aventuras, en pro de los menesterosos, como está a cargo de
la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a
semejantes fazañas es inclinado. El ventero, que, como está dicho,
era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su
huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oírle
semejantes razones y, por tener que reír aquella noche, determinó de
seguirle el humor; y, así, le dijo que andaba muy acertado en lo que deseaba y
pedía y que tal prosupuesto era propio y natural de los caballeros tan
principales como él parecía y como su gallarda presencia mostraba; y que él ansimesmo, en los años de su mocedad, se había dado a aquel
honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo, buscando sus
aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de
Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla, Azoguejo
de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo y
otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies, sutileza
de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando
muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos y,
finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en
toda España; y que, a lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo,
donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los
caballeros andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, solo por la
mucha afición que les tenía y porque partiesen con él de sus haberes, en pago
de su buen deseo. Díjole también que en aquel su castillo
no había capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba derribada
para hacerla de nuevo, pero que en caso de necesidad él sabía que se podían
velar dondequiera y que aquella noche las podría velar en un patio del
castillo, que a la mañana, siendo Dios servido, se harían las debidas
ceremonias de manera que él quedase armado caballero, y tan caballero, que no
pudiese ser más en el mundo. Preguntóle si traía dineros; respondió don
Quijote que no traía blanca, porque él nunca había leído en las historias de
los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído. A esto dijo el ventero
que se engañaba, que, puesto caso que en las historias no se escribía, por
haberles parecido a los autores dellas que no era menester escrebir
una cosa tan clara y tan necesaria de traerse como eran dineros y camisas
limpias, no por eso se había de creer que no los trujeron,
y, así, tuviese por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes, de
que tantos libros están llenos y atestados, llevaban bien herradas las bolsas,
por lo que pudiese sucederles, y que asimismo llevaban camisas y una arqueta
pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recebían,
porque no todas veces en los campos y desiertos donde se combatían y salían
heridos había quien los curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador
por amigo, que luego los socorría, trayendo por el aire en alguna nube alguna
doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud, que en gustando
alguna gota della luego al punto quedaban sanos de
sus llagas y heridas, como si mal alguno hubiesen tenido; mas que, en tanto que esto no
hubiese, tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que sus escuderos
fuesen proveídos de dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y
ungüentos para curarse; y cuando sucedía que los tales caballeros no tenían
escuderos —que eran pocas y raras veces—, ellos mesmos
lo llevaban todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecían, a las
ancas del caballo, como que era otra cosa de más importancia, porque, no siendo
por ocasión semejante, esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los
caballeros andantes; y por esto le daba por consejo, pues aun se lo podía mandar como a su ahijado, que tan presto lo
había de ser, que no caminase de allí adelante sin dineros y sin las
prevenciones referidas, y que vería cuán bien se hallaba con ellas, cuando
menos se pensase. Prometióle don Quijote de hacer lo que se le
aconsejaba, con toda puntualidad; y, así, se dio luego orden como velase las
armas en un corral grande que a un lado de la venta estaba, y recogiéndolas don
Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba y, embrazando su adarga, asió de su lanza y
con gentil continente, se comenzó a pasear delante de la pila; y cuando comenzó
el paseo comenzaba a cerrar la noche. Contó el ventero a todos cuantos
estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón
de caballería que esperaba. Admiráronse de tan estraño género de locura y fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron que con
sosegado ademán unas veces se paseaba; otras, arrimado a su lanza, ponía los
ojos en las armas, sin quitarlos por un buen espacio dellas.
Acabó de cerrar la noche, pero con tanta
claridad de la luna, que podía competir con el que se la prestaba, de manera
que cuanto el novel caballero hacía era bien visto de todos. Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la
venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de don Quijote,
que estaban sobre la pila; el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo: —¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido
caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroso andante que jamás se
ciñó espada ! Mira lo que haces, y no las toques, si no quieres dejar la vida
en pago de tu atrevimiento. No se curó el arriero destas razones (y fuera mejor que se curara, porque fuera
curarse en salud), antes, trabando de las correas, las arrojó gran trecho de
sí. Lo cual visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo y, puesto el
pensamiento —a lo que pareció— en su señora Dulcinea, dijo: —Acorredme, señora mía, en esta
primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me
desfallezca en este primero trance vuestro favor y amparo. Y diciendo estas y otras semejantes
razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dio con ella tan gran
golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo tan maltrecho, que,
si segundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho
esto, recogió sus armas y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero.
Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado —porque aún estaba aturdido el arriero—, llegó otro con la mesma intención de dar agua a sus mulos y, llegando a
quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y
sin pedir favor a nadie soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza y,
sin hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se
la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre ellos
el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga y, puesta mano a su
espada, dijo: —¡Oh señora de la fermosura,
esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo que vuelvas los
ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está
atendiendo. Con esto cobró, a su parecer, tanto
ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie
atrás. Los compañeros de los heridos, que tales los vieron, comenzaron desde
lejos a llover piedras sobre don Quijote, el cual lo mejor que podía se
reparaba con su adarga y no se osaba
apartar de la pila, por no desamparar las armas. El ventero daba voces que le dejasen,
porque ya les había dicho como era loco, y que por loco se libraría, aunque los
matase a todos. También don Quijote las daba, mayores, llamándolos de alevosos
y traidores, y que el señor del castillo
era un follón y mal nacido caballero, pues de tal
manera consentía que se tratasen los andantes caballeros; y que si él hubiera recebido la orden de caballería, que él le diera a entender
su alevosía: —Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y
ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis
el pago que lleváis de vuestra sandez y demasía. Decía esto con tanto brío y
denuedo, que infundió un terrible temor en los que le acometían; y así por esto
como por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a
los heridos y tornó a la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que
primero. No le parecieron bien al ventero
las burlas de su huésped, y determinó abreviar y darle la negra orden de
caballería luego, antes que otra desgracia sucediese. Y, así, llegándose a él,
se desculpó de la insolencia que aquella gente baja
con él había usado, sin que él supiese cosa alguna, pero que bien castigados
quedaban de su atrevimiento. Díjole como ya le había
dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de hacer
tampoco era necesaria, que todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el
espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello
en mitad de un campo se podía hacer, y que ya había cumplido con lo que tocaba
al velar de las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más
que él había estado más de cuatro. Todo se lo creyó don Quijote, que él estaba allí pronto para obedecerle y que
concluyese con la mayor brevedad que pudiese, porque, si fuese otra vez
acometido y se viese armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el
castillo, eceto
aquellas que él le mandase, a quien por su respeto dejaría. Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego un libro donde asentaba la
paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un
muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde don Quijote estaba,
al cual mandó hincar de rodillas; y, leyendo en su manual, como que decía
alguna devota oración, en mitad de la leyenda
alzó la mano y diole sobre el cuello un buen
golpe, y tras él, con su mesma espada, un gentil
espaldarazo, siempre murmurando entre dientes, como que rezaba. Hecho esto,
mandó a una de aquellas damas que le
ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque
no fue menester poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias;
pero las proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la risa a raya. Al ceñirle la espada dijo la
buena señora: —Dios haga a vuestra merced muy
venturoso caballero y le dé ventura en lides. Don Quijote le preguntó cómo se
llamaba, porque él supiese de allí adelante a quién quedaba obligado por la
merced recebida, porque pensaba darle alguna parte de
la honra que alcanzase por el valor de su brazo. Ella respondió con mucha
humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de
un remendón natural de Toledo, que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya,
y que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don
Quijote le replicó que, por su amor, le hiciese merced que de allí adelante se
pusiese don y se llamase «doña Tolosa». Ella se lo
prometió, y la otra le calzó la espuela, con la cual le pasó casi el mismo
coloquio que con la de la espada. Preguntóle su
nombre, y dijo que se llamaba la Molinera y que era hija de un honrado molinero
de Antequera; a la cual también rogó don
Quijote que se pusiese don y se llamase «doña Molinera», ofreciéndole nuevos
servicios y mercedes. Hechas, pues, de galope y
aprisa las hasta allí nunca vistas
ceremonias, no vio la hora don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras, y, ensillando
luego a Rocinante, subió en él y, abrazando
a su huésped, le dijo cosas tan estrañas,
agradeciéndole la merced de haberle armado caballero, que no es posible acertar
a referirlas. El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos
retóricas, aunque con más breves palabras, respondió a las suyas y, sin
pedirle la costa de la posada, le dejó ir
a la buen hora. |