|
|
||||||
Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea, con otras cosas de mucho
gusto y pasatiempo
—Esta es, señores, la verdadera
historia de mi tragedia, mirad y juzgad ahora si los suspiros que escuchastes, las palabras que oístes
y las lágrimas que de mis ojos salían tenían ocasión bastante para mostrarse en
mayor abundancia; y, considerada la calidad de mi desgracia, veréis que será en
vano el consuelo, pues es imposible el remedio della.
Solo os ruego, lo que con facilidad podréis y debéis hacer, que me aconsejéis
dónde podré pasar la vida sin que me acabe el temor y sobresalto que tengo de
ser hallada de los que me buscan; que aunque sé que el mucho amor que mis
padres me tienen me asegura que seré dellos bien recebida, es tanta la vergüenza que me ocupa solo el pensar
que no como ellos pensaban tengo de parecer a su presencia, que tengo por mejor
desterrarme para siempre de ser vista que no verles el rostro con pensamiento
que ellos miran el mío ajeno de la honestidad que de mí se debían de tener
prometida. Calló en diciendo esto, y el rostro
se le cubrió de un color que mostró bien claro el sentimiento y vergüenza del
alma. En las suyas sintieron los que escuchado la habían tanta lástima como
admiración de su desgracia; y aunque luego quisiera el cura consolarla y
aconsejarla, tomó primero la mano Cardenio, diciendo: —En fin, señora, que tú eres la
hermosa Dorotea, la hija única del rico Clenardo. Admirada quedó Dorotea cuando oyó
el nombre de su padre, y de ver cuán de poco era el que le nombraba, porque ya
se ha dicho de la mala manera que Cardenio estaba
vestido, y así, le dijo: —¿Y quién sois vos, hermano, que así
sabéis el nombre de mi padre? Porque yo, hasta ahora, si mal no me acuerdo, en
todo el discurso del cuento de mi desdicha no le he nombrado. —Soy —respondió Cardenio—
aquel sin ventura que, según vos, señora, habéis dicho, Luscinda
dijo que era su esposa. Soy el desdichado Cardenio, a
quien el mal término de aquel que a vos os ha puesto en el que estáis me ha
traído a que me veáis cual me veis, roto, desnudo, falto de todo humano
consuelo y, lo que es peor de todo, falto de juicio, pues no le tengo sino
cuando al cielo se le antoja dármele por algún breve espacio. Yo, Dorotea, soy
el que me hallé presente a las sinrazones de don Fernando, y el que aguardó oír
el sí que de ser su esposa pronunció Luscinda. Yo soy
el que no tuvo ánimo para ver en qué paraba su desmayo, ni lo que resultaba del
papel que le fue hallado en el pecho, porque no tuvo el alma sufrimiento para ver
tantas desventuras juntas; y, así, dejé la casa y la paciencia, y una carta que
dejé a un huésped mío, a quien rogué que en manos de Luscinda
la pusiese, y víneme a estas soledades, con intención
de acabar en ellas la vida, que desde aquel punto aborrecí, como mortal enemiga
mía. Mas no ha querido la suerte quitármela, contentándose con quitarme el
juicio, quizá por guardarme para la buena ventura que he tenido en hallaros;
pues siendo verdad, como creo que lo es, lo que aquí habéis contado, aún podría
ser que a entrambos nos tuviese el cielo guardado mejor suceso en nuestros
desastres que nosotros pensamos. Porque, presupuesto que Luscinda
no puede casarse con don Fernando, por ser mía, ni don Fernando con ella, por
ser vuestro, y haberlo ella tan manifiestamente declarado, bien podemos esperar
que el cielo nos restituya lo que es nuestro, pues está todavía en ser y no se
ha enajenado ni deshecho. Y pues este consuelo tenemos, nacido no de muy remota
esperanza, ni fundado en desvariadas imaginaciones, suplícoos,
señora, que toméis otra resolución en vuestros honrados pensamientos, pues yo
la pienso tomar en los míos, acomodándoos a esperar mejor fortuna; que yo os
juro por la fe de caballero y de cristiano de no desampararos hasta veros en poder
de don Fernando, y que cuando con razones no le pudiere atraer a que conozca lo
que os debe, de usar entonces la libertad que me concede el ser caballero y
poder con justo título desafialle, en razón de la
sinrazón que os hace, sin acordarme de mis agravios, cuya venganza dejaré al
cielo, por acudir en la tierra a los vuestros. Con lo que Cardenio
dijo, se acabó de admirar Dorotea, y, por no saber qué gracias volver a tan
grandes ofrecimientos, quiso tomarle los pies para besárselos; mas no lo
consintió Cardenio, y el licenciado respondió por
entrambos y aprobó el buen discurso de Cardenio y,
sobre todo, les rogó, aconsejó y persuadió que se fuesen con él a su aldea,
donde se podrían reparar de las cosas que les faltaban, y que allí se daría
orden como buscar a don Fernando o como llevar a Dorotea a sus padres o hacer
lo que más les pareciese conveniente. Cardenio y
Dorotea se lo agradecieron, y acetaron la merced que
se les ofrecía. El barbero, que a todo había estado suspenso y callado, hizo
también su buena plática y se ofreció con no menos voluntad que el cura a todo
aquello que fuese bueno para servirles. Contó asimesmo
con brevedad la causa que allí los había traído, con la estrañeza
de la locura de don Quijote, y como aguardaban a su escudero, que había ido a buscalle. Vínosele a la memoria a
Cardenio, como por sueños, la pendencia que con don
Quijote había tenido, y contóla a los demás, mas no
supo decir por qué causa fue su quistión. En esto oyeron voces y conocieron
que el que las daba era Sancho Panza, que, por no haberlos hallado en el lugar
donde los dejó, los llamaba a voces. Saliéronle al
encuentro, y, preguntándole por don Quijote, les dijo como le había hallado
desnudo en camisa, flaco, amarillo y muerto de hambre, y suspirando por su
señora Dulcinea; y que puesto que le había dicho que ella le mandaba que
saliese de aquel lugar y se fuese al del Toboso, donde le quedaba esperando,
había respondido que estaba determinado de no parecer ante su fermosura fasta que hobiese fecho
fazañas que le ficiesen
digno de su gracia; y que si aquello pasaba adelante, corría peligro de no
venir a ser emperador, como estaba obligado, ni aun arzobispo, que era lo menos
que podía ser, por eso, que mirasen lo que se había de hacer para sacarle de
allí. El licenciado le respondió que no
tuviese pena, que ellos le sacarían de allí, mal que le pesase. Contó luego a Cardenio y a Dorotea lo que tenían pensado para remedio de
don Quijote, a lo menos para llevarle a su casa. A lo cual dijo Dorotea que
ella haría la doncella menesterosa mejor que el barbero, y más, que tenía allí
vestidos con que hacerlo al natural, y que la dejasen el cargo de saber
representar todo aquello que fuese menester para llevar adelante su intento,
porque ella había leído muchos libros de caballerías y sabía bien el estilo que tenían las
doncellas cuitadas cuando pedían sus dones a los
andantes caballeros. —Pues no es menester más —dijo el
cura—, sino que luego se ponga por obra, que, sin duda, la buena suerte se
muestra en favor nuestro, pues, tan sin pensarlo, a vosotros, señores, se os ha
comenzado a abrir puerta para vuestro remedio, y a nosotros se nos ha
facilitado la que habíamos menester. Sacó luego Dorotea de su almohada
una saya entera de cierta telilla rica y una mantellina de otra vistosa tela
verde, y de una cajita, un collar y otras joyas, con que en un instante se
adornó de manera que una rica y gran señora parecía. Todo aquello, y más, dijo
que había sacado de su casa para lo que se ofreciese, y que hasta entonces no
se le había ofrecido ocasión de habello menester. A
todos contentó en extremo su mucha gracia, donaire y hermosura, y confirmaron a
don Fernando por de poco conocimiento, pues tanta belleza desechaba. Pero el que más se admiró fue
Sancho Panza, por parecerle, como era así verdad, que en todos los días de su
vida había visto tan hermosa criatura; y, así, preguntó al cura con grande
ahínco le dijese quién era aquella tan fermosa señora
y qué era lo que buscaba por aquellos andurriales. —Esta hermosa señora —respondió el
cura—, Sancho hermano, es, como quien no dice nada, es la heredera por línea
recta de varón del gran reino de Micomicón, la cual
viene en busca de vuestro amo a pedirle un don, el cual es que le desfaga un tuerto o agravio que un mal gigante le tiene
fecho; y a la fama que de buen caballero vuestro amo tiene por todo lo
descubierto, de Guinea ha venido a buscarle esta princesa. —Dichosa buscada y dichoso hallazgo
—dijo a esta sazón Sancho Panza—, y más
si mi amo es tan venturoso que desfaga ese agravio y
enderece ese tuerto, matando a ese hideputa dese
gigante que vuestra merced dice, que sí matará si él le encuentra, si ya no fuese fantasma, que contra las fantasmas no tiene mi
señor poder alguno. Pero una cosa quiero suplicar a vuestra merced entre otras,
señor licenciado, y es que porque a mi amo no le tome gana de ser arzobispo,
que es lo que yo temo, que vuestra merced le aconseje que se case luego con esta
princesa, y así quedará imposibilitado de recebir
órdenes arzobispales y vendrá con facilidad a su imperio, y yo al fin de mis
deseos; que yo he mirado bien en ello y hallo por mi cuenta que no me está bien
que mi amo sea arzobispo, porque yo soy inútil para la Iglesia, pues soy
casado, y andarme ahora a traer dispensaciones para poder tener renta por la
Iglesia, teniendo como tengo mujer y hijos, sería nunca acabar. Así que, señor,
todo el toque está en que mi amo se case luego con esta señora, que hasta ahora
no sé su gracia y, así, no la llamo por su nombre. —Llámase
—respondió el cura— la princesa Micomicona, porque,
llamándose su reino Micomicón, claro está que ella se
ha de llamar así. —No hay duda en eso —respondió
Sancho—, que yo he visto a muchos tomar el apellido y alcurnia del lugar donde
nacieron, llamándose Pedro de Alcalá, Juan de Úbeda y Diego de Valladolid, y
esto mesmo se debe de usar allá en Guinea, tomar las
reinas los nombres de sus reinos. —Así debe de ser —dijo el cura—; y
en lo del casarse vuestro amo, yo haré en ello todos mis poderíos. Con lo que quedó tan contento
Sancho cuanto el cura admirado de su simplicidad y de ver cuán encajados tenía
en la fantasía los mesmos disparates que su amo, pues
sin alguna duda se daba a entender que había de venir a ser emperador. Ya en esto se había puesto Dorotea
sobre la mula del cura y el barbero se había acomodado al rostro la barba de la
cola de buey, y dijeron a Sancho que los guiase adonde don Quijote estaba (al
cual advirtieron que no dijese que
conocía al licenciado ni al barbero, porque en no conocerlos consistía todo el
toque de venir a ser emperador su amo), puesto que ni el cura ni Cardenio quisieron ir con ellos, porque no se le acordase a
don Quijote la pendencia que con Cardenio había
tenido, y el cura, porque no era menester por entonces su presencia, y, así,
los dejaron ir delante, y ellos los fueron siguiendo a pie, poco a poco. No
dejó de avisar el cura lo que había de hacer Dorotea; a lo que ella dijo que
descuidasen, que todo se haría sin faltar punto, como lo pedían y pintaban los
libros de caballerías. Tres cuartos de legua habrían
andado, cuando descubrieron a don Quijote entre unas intricadas peñas, ya
vestido, aunque no armado, y así como Dorotea le vio y fue informada de Sancho
que aquel era don Quijote, dio del azote a su palafrén, siguiéndole el bien
barbado barbero; y en llegando junto a él, el escudero se arrojó de la mula y
fue a tomar en los brazos a Dorotea, la cual, apeándose con grande desenvoltura,
se fue a hincar de rodillas ante las de don Quijote; y aunque él pugnaba por
levantarla, ella, sin levantarse, le fabló en esta
guisa: —De aquí no me levantaré, ¡oh valeroso y esforzado caballero!, fasta que la vuestra
bondad y cortesía me otorgue un don, el cual redundará en honra y prez de vuestra persona y en pro de la más desconsolada y
agraviada doncella que el sol ha visto. Y si es que el valor de vuestro fuerte
brazo corresponde a la voz de vuestra inmortal fama, obligado estáis a
favorecer a la sin ventura que de tan lueñes tierras
viene, al olor de vuestro famoso nombre, buscándoos para remedio de sus
desdichas. —No os responderé palabra, fermosa señora —respondió don Quijote—, ni oiré más cosa de
vuestra facienda, fasta que os levantéis de tierra. —No me levantaré, señor —respondió
la afligida doncella—, si primero por la vuestra cortesía no me es otorgado el
don que pido. —Yo vos le otorgo y concedo
—respondió don Quijote—, como no se haya de cumplir en daño o mengua de mi rey,
de mi patria y de aquella que de mi corazón y libertad tiene la llave. —No será en daño ni en mengua de
los que decís, mi buen señor —replicó la dolorosa doncella. Y estando en esto se llegó Sancho
Panza al oído de su señor y muy pasito le dijo: —Bien puede vuestra merced, señor,
concederle el don que pide, que no es cosa de nada solo es matar a un
gigantazo, y esta que lo pide es la alta princesa Micomicona,
reina del gran reino Micomicón de Etiopia. —Sea quien fuere —respondió don Quijote—,
que yo haré lo que soy obligado y lo que me dicta mi conciencia, conforme a lo
que profesado tengo. Y volviéndose a la doncella dijo: —La vuestra gran fermosura se levante, que yo le otorgo el don que pedirme
quisiere. —Pues el que pido es —dijo la
doncella— que la vuestra magnánima persona se venga luego conmigo donde yo le
llevare y me prometa que no se ha de entremeter en
otra aventura ni demanda alguna hasta darme venganza de un traidor que, contra
todo derecho divino y humano, me tiene usurpado mi reino. —Digo que así lo otorgo —respondió
don Quijote—; y, así, podéis, señora, desde hoy más desechar la malenconía que os fatiga y hacer que cobre nuevos bríos y fuerzas
vuestra desmayada esperanza, que, con el ayuda de Dios y la de mi brazo, vos os
veréis presto restituida en vuestro reino y sentada en la silla de vuestro
antiguo y grande estado, a pesar y a despecho de los follones
que contradecirlo quisieren. Y manos a labor, que en la tardanza dicen que
suele estar el peligro. La menesterosa doncella pugnó con
mucha porfía por besarle las manos; mas don Quijote, que en todo era comedido y
cortés caballero, jamás lo consintió, antes la hizo levantar y la abrazó con
mucha cortesía y comedimiento, y mandó a Sancho que requiriese las cinchas a
Rocinante y le armase luego al punto.
Sancho descolgó las armas, que, como trofeo, de un árbol estaban pendientes, y,
requiriendo las cinchas, en un punto armó a su señor; el cual, viéndose armado,
dijo: —Vamos de aquí, en el nombre de
Dios, a favorecer esta gran señora. Estábase el barbero aún de rodillas,
teniendo gran cuenta de disimular la risa y de que no se le cayese la barba,
con cuya caída quizá quedaran todos sin conseguir su buena intención; y viendo
que ya el don estaba concedido y con la diligencia que don Quijote se alistaba
para ir a cumplirle, se levantó y tomó de la otra mano a su señora, y entre los
dos la subieron en la mula. Luego subió don Quijote sobre Rocinante, y el
barbero se acomodó en su cabalgadura, quedándose Sancho a pie, donde de nuevo
se le renovó la pérdida del rucio, con la falta que entonces le hacía; mas todo
lo llevaba con gusto, por parecerle que ya su señor estaba puesto en camino y
muy a pique de ser emperador, porque sin duda alguna pensaba que se había de
casar con aquella princesa y ser por lo menos rey de Micomicón
solo le daba pesadumbre el pensar que aquel reino era en tierra de negros y que
la gente que por sus vasallos le diesen habían de ser todos negros; a lo cual
hizo luego en su imaginación un buen remedio, y díjose
a sí mismo: —¿Qué se me da a mí que mis vasallos
sean negros? ¿Habrá más que cargar con ellos y traerlos a España, donde los
podré vender y adonde me los pagarán de contado, de cuyo dinero podré comprar
algún título o algún oficio con que vivir descansado todos los días de mi vida?
¡No, sino dormíos, y no tengáis ingenio ni habilidad para disponer de las cosas
y para vender treinta o diez mil vasallos en dácame
esas pajas! Par Dios que los he de volar, chico con grande, o como pudiere, y
que, por negros que sean, los he de volver blancos o amarillos. ¡Llegaos, que
me mamo el dedo! Con esto andaba tan solícito y tan
contento, que se le olvidaba la pesadumbre de caminar a pie. Todo esto miraban de entre unas
breñas Cardenio y el cura, y no sabían qué hacerse
para juntarse con ellos; pero el cura, que era gran tracista, imaginó luego lo
que harían para conseguir lo que deseaban, y fue que con unas tijeras que traía
en un estuche quitó con mucha presteza la barba a Cardenio,
y vistióle un capotillo pardo que él traía y diole un herreruelo negro, y él se quedó en calzas y en
jubón; y quedó tan otro de lo que antes parecía Cardenio,
que él mesmo no se conociera aunque a un espejo se
mirara. Hecho esto, puesto ya que los otros habían pasado adelante en tanto que
ellos se disfrazaron, con facilidad salieron al camino real antes que ellos,
porque las malezas y malos pasos de aquellos lugares no concedían que
anduviesen tanto los de a caballo como los de a pie. En efeto,
ellos se pusieron en el llano a la salida de la sierra, y así como salió della don Quijote y sus camaradas, el cura se le puso a
mirar muy de espacio, dando señales de que le iba reconociendo, y al cabo de
haberle una buena pieza estado mirando, se fue a él abiertos los brazos y
diciendo a voces: —Para bien sea hallado el espejo de
la caballería, el mi buen compatriote don Quijote de
la Mancha, la flor y la nata de la gentileza, el amparo y remedio de los
menesterosos, la quintaesencia de los caballeros andantes. Y diciendo esto tenía abrazado por
la rodilla de la pierna izquierda a don Quijote, el cual, espantado de lo que
veía y oía decir y hacer a aquel hombre, se le puso a mirar con atención, y al
fin le conoció, y quedó como espantado de verle, y
hizo grande fuerza por apearse; mas el cura no lo consintió, por lo cual don
Quijote decía: —Déjeme vuestra merced, señor
licenciado, que no es razón que yo esté a caballo, y una tan reverenda persona
como vuestra merced esté a pie. —Eso no consentiré yo en ningún
modo —dijo el cura— estése la vuestra grandeza a caballo, pues estando a
caballo acaba las mayores fazañas y aventuras que en
nuestra edad se han visto; que a mí, aunque indigno sacerdote, bastaráme subir en las ancas de una destas
mulas destos señores que con vuestra merced caminan,
si no lo han por enojo, y aun haré cuenta que voy caballero sobre el caballo
Pegaso o sobre la cebra o alfana en que
cabalgaba aquel famoso moro Muzaraque, que aún hasta
ahora yace encantado en la gran cuesta Zulema, que dista poco de la gran Compluto. —Aun no caía yo en tanto, mi señor
licenciado —respondió don Quijote—, y yo sé que mi señora la princesa será
servida, por mi amor, de mandar a su escudero dé a vuestra merced la silla de
su mula; que él podrá acomodarse en las ancas, si es que ella las sufre. —Sí sufre, a lo que yo creo
—respondió la princesa—, y también sé que no será menester mandárselo al señor
mi escudero, que él es tan cortés y tan cortesano, que no consentirá que una
persona eclesiástica vaya a pie, pudiendo ir a caballo. —Así es —respondió el barbero. Y, apeándose en un punto, convidó
al cura con la silla, y él la tomó sin hacerse mucho de rogar. Y fue el mal que
al subir a las ancas el barbero, la mula, que en efeto
era de alquiler —que para decir que era mala esto basta—, alzó un poco los
cuartos traseros y dio dos coces en el aire, que a
darlas en el pecho de maese Nicolás, o en la cabeza, él diera al diablo la
venida por don Quijote. Con todo eso, le sobresaltaron de manera que cayó en el
suelo, con tan poco cuidado de las barbas, que se le cayeron en el suelo; y
como se vio sin ellas, no tuvo otro remedio sino acudir a cubrirse el rostro
con ambas manos y a quejarse que le habían derribado las muelas. Don Quijote,
como vio todo aquel mazo de barbas, sin quijadas y sin sangre, lejos del rostro
del escudero caído, dijo: —¡Vive Dios que es gran milagro este!
¡Las barbas le ha derribado y arrancado del rostro,
como si las quitaran aposta! El cura, que vio el peligro que
corría su invención de ser descubierta, acudió luego a las barbas y fuese con
ellas adonde yacía maese Nicolás dando aún voces todavía, y de un golpe,
llegándole la cabeza a su pecho, se las puso, murmurando sobre él unas
palabras, que dijo que era cierto ensalmo apropiado para pegar barbas, como lo
verían; y cuando se las tuvo puestas, se apartó, y quedó el escudero tan bien
barbado y tan sano como de antes, de que se admiró don Quijote sobremanera, y
rogó al cura que cuando tuviese lugar le enseñase aquel ensalmo, que él
entendía que su virtud a más que pegar barbas se debía de estender,
pues estaba claro que de donde las barbas se quitasen había de quedar la carne
llagada y maltrecha, y que, pues todo lo sanaba, a más que barbas aprovechaba. —Así es —dijo el cura, y prometió
de enseñársele en la primera ocasión. Concertáronse que por entonces subiese el cura,
y a trechos se fuesen los tres mudando hasta que llegasen a la venta, que
estaría hasta dos leguas de allí. Puestos los tres a caballo, es a saber, don
Quijote, la princesa y el cura, y los tres a pie, Cardenio,
el barbero y Sancho Panza, don Quijote dijo a la doncella: —Vuestra grandeza, señora mía, guíe
por donde más gusto le diere. Y antes que ella respondiese dijo
el licenciado: —¿Hacia qué reino quiere guiar la
vuestra señoría? ¿Es por ventura hacia el de Micomicón?
Que sí debe de ser, o yo sé poco de reinos. Ella, que estaba bien en todo,
entendió que había de responder que sí y, así, dijo: —Sí, señor, hacia ese reino es mi
camino. —Si así es —dijo el cura—, por la
mitad de mi pueblo hemos de pasar, y de allí tomará vuestra merced la derrota
de Cartagena, donde se podrá embarcar con la buena ventura; y si hay viento
próspero, mar tranquilo y sin borrasca, en poco menos de nueve años se podrá
estar a vista de la gran laguna Meona, digo, Meótides, que está a poco más de cien jornadas más acá del
reino de vuestra grandeza. —Vuestra merced está engañado,
señor mío —dijo ella—, porque no ha dos años que yo partí dél,
y en verdad que nunca tuve buen tiempo, y con todo eso he llegado a ver lo que
tanto deseaba, que es al señor don Quijote de la Mancha, cuyas nuevas llegaron
a mis oídos así como puse los pies en España, y ellas me movieron a buscarle,
para encomendarme en su cortesía y fiar mi justicia del valor de su invencible
brazo. —No más cesen mis alabanzas —dijo a
esta sazón don Quijote—, porque soy enemigo de todo género de adulación; y
aunque esta no lo sea, todavía ofenden mis castas orejas semejantes pláticas.
Lo que yo sé decir, señora mía, que, ora tenga valor o no, el que tuviere o no
tuviere se ha de emplear en vuestro servicio, hasta perder la vida; y, así,
dejando esto para su tiempo, ruego al señor licenciado me diga qué es la causa
que le ha traído por estas partes tan solo y tan sin criados y tan a la ligera,
que me pone espanto. —A eso yo responderé con brevedad
—respondió el cura—, porque sabrá vuestra merced, señor don Quijote, que yo y
maese Nicolás, nuestro amigo y nuestro barbero, íbamos a Sevilla a cobrar
cierto dinero que un pariente mío que ha muchos años que pasó a Indias me había
enviado, y no tan pocos que no pasan de sesenta mil pesos ensayados, que es
otro que tal; y pasando ayer por estos lugares nos salieron al encuentro cuatro
salteadores y nos quitaron hasta las barbas, y de modo nos las quitaron, que le
convino al barbero ponérselas postizas, y aun a este mancebo que aquí va
—señalando a Cardenio— le pusieron como de nuevo. Y
es lo bueno que es pública fama por todos estos contornos que los que nos
saltearon son de unos galeotes que dicen
que libertó casi en este mesmo sitio un hombre tan
valiente, que a pesar del comisario y de las guardas los soltó a todos; y sin
duda alguna él debía de estar fuera de juicio, o debe de ser tan grande bellaco
como ellos, o algún hombre sin alma y sin conciencia, pues quiso soltar al lobo
entre las ovejas, a la raposa entre las gallinas, a la mosca entre la miel;
quiso defraudar la justicia, ir contra su rey y señor natural, pues fue contra
sus justos mandamientos; quiso, digo, quitar a las galeras sus pies, poner en
alboroto a la Santa Hermandad, que había muchos años que reposaba; quiso,
finalmente, hacer un hecho por donde se pierda su alma y no se gane su cuerpo. Habíales contado Sancho al cura y al
barbero la aventura de los galeotes, que acabó su amo con tanta gloria suya, y
por esto cargaba la mano el cura refiriéndola, por ver lo que hacía o decía don
Quijote; al cual se le mudaba la color a cada palabra, y no osaba decir que él
había sido el libertador de aquella buena gente. —Estos, pues —dijo el cura—, fueron
los que nos robaron. Que Dios por su misericordia se lo perdone al que no los
dejó llevar al debido suplicio. |